Durante años el país y Puerto Varas vivieron bajo el impacto de la cultura de la cancelación. De manera no tan novedosa, un grupo de personas destinó su vocación, afán, determinación, a decirle al resto qué se podía decir y qué no se podía decir, cómo se tenía que decir lo que se podía decir y cómo no.
Funcionaba como la policía de la moral. En redes sociales, en los medios, en los grupos de whatsapp, en los almuerzos, en los encuentros, eventos, donde sea, estaban siempre atentos. Nunca perdían la oportunidad. El punto era marcar lo que debía ser. Y, sobre todo, castigar socialmente a quienes no lo pensaban de esa manera. Los buenos y los malos. Los opresores y los oprimidos. Los que saben y los que no saben. Los influenciadores y los influidos. Los de la experiencia y los sin la experiencia. Los afuerinos y los lugareños. Los con la identidad y los sin la identidad. Los unos y los otros. Como resultado de tanto enfrentamiento, la palabra todos pierde su pluralidad en nombre del pluralismo, la libertad, la dignidad, la historia.
En Puerto Varas la verdad tenía más capacidad de certeza que de sentidos. Y los que tenían la razón eran quienes podían decidir los límites de la verdad. Esto pasaba en todos los sectores. ¿Los motivos? Tal vez el más sobresaliente, querer ser parte de algo, algo que se sienta importante y, sobre todo, propio, aceptando que el individualismo exacerbado se alimenta de lo colectivo, sobre todo cuando comprar cosas para conquistar la validación no es suficiente para cumplir con esa pulsión, tan humana, de querer ser querido, amado, respetado, integrado. Como se dice, sentir el calor del hogar antes de querer quemar la aldea para sentirlo.
El sentimiento de opresores y oprimidos se colmaba con la vocación de los hay que y los tenemos que. No son todos, no son algunos, no son unos pocos, es apenas uno, más otro, más otro. Una regresión social, donde la más fuerte expresión colectiva es también la evidencia de la más carente soledad. Es entonces donde cualquiera siente que puede hablar y decir nosotros, tenemos, exigimos, forjando un eco que incluso olvida el grito que lo origina. Un grito que golpea entre los muros de la realidad levantada con el antojo de su propia proximidad, justo donde la libertad tiende a crear nuevas fronteras y a quebrar los espejos.
El debate ofrecía espacios para hablar, pero no para escuchar. Lo polemista y espectacular exacerba los ánimos y el aplauso como resultado parecía conceder como señaléticas de tránsito las marcas de un camino. Cualquier palabra, expresión, que no sea la de libreto de la adhesión con aparente mayoría, sería castigada de manera social. El reproche, la pifia, la funa, el pelambre, la caricaturización, entre las prácticas más habituales. Querer tener la razón puede ser un motivo mucho más profundo que la libertad de expresión. Funciona más como acto de búsqueda de amor propio, una declaración de autoestima. Como cuando en una actividad el profesor dice que ahora todo el curso se dé un aplauso al curso. Como esa idea, tan rara, de que cada quien también trabaja sobre sí mismo. Un ejercicio de residencia en la tierra que pasa a ser también un ejemplar de vivienda y decoración, pero con más decoración que vivienda. No hay maldad, no hay falsedad, hay convicción, que, para el caso, es también delirio.
La cultura de la cancelación tiene una relación inevitable con el populismo. Problemas complejos encuentran diagnósticos categóricos (el tema de los culpables y sus motivaciones) y soluciones simples (el tema de que si no se ha resuelto es porque no quieren que se resuelva). Se dice tanto, se habla tanto, se calla tanto. El debate discurre con el vértigo torcido ante un precipicio aplastado hasta quedar plano, duro, frío. Concreto y atento ante las grietas que se forman y nuevamente en cualquier momento todo se cae.
Todo esto fue nítido para los días del estallido social. Puerto Varas tenía todo el centro comercial con las vitrinas tapadas por latones. Manifestaciones, marchas, debates concentrados en dedos estirados acusando a unos y a otros de ser los héroes y villanos. En un momento le preguntan al periodista Julio Martínez con respecto a un conflicto bélico: “¿Quién gana la guerra?” Y responde: “¿Como? ¿Usted cree que alguien gana una guerra? La guerra la pierde la humanidad”. Algo así pasó y algo así sigue pasando con la cultura de la cancelación. Puerto Varas no está libre de esto. Donde existe la crueldad se obliga una advertencia. ¿Dónde existe? Tú lo sabes.